Sunday, September 03, 2006

Despertar ...



Despertó de un sobresalto. Las sábanas, blancas y suaves como un pétalo, estaban revueltas. Parecía que había estado moviéndose mientras se encontraba dormida, en un sueño profundo que al mismo tiempo le causaba una gran inquietud. La ventana estaba completamente abierta, de modo que una fría corriente entraba en la habitación. Podía verse la luna llena, rodeada de hermosas y brillantes estrellas. Quién sabe cuántas noches había disfrutado de la sublime vista que el cielo le ofrecía. Lo cierto es que esa no sería olvidada jamás.
Con los ojos bien abiertos, recordó lo que había sucedido esa noche. La memoria parecía invadida por una espesa neblina, apenas podía evocar lo que había sucedido hacía algunos momentos. Sus recuerdos se encontraban truncados, de forma que una mediana reconstrucción de los hechos significaba un gran esfuerzo.
Tras largas horas de escalofríos ocasionados por la fiebre, había podido conciliar el sueño alrededor de las tres de la mañana. Tenía mucho calor. Se sentía abandonada, sola en el ardiente desierto en que se había convertido la alcoba. Temblorosa, la mano derecha intentaba adivinar si su temperatura había retornado al nivel habitual. El reloj marcaba lenta y tortuosamente el paso de la madrugada. Ya no sentía las gotas de sudor frío recorriendo su cuerpo, y la opresión en el pecho finalmente había desaparecido.
El reloj, eterno guardián y testigo de la enfermedad, se había caído de la mesita de noche. Era imposible saber la hora. Sin embargo, la oscuridad del exterior revelaba que aún faltaban algunas horas para el alba. Animada por el paisaje que le ofrecía la ventana, notó que se sentía mucho mejor. Le gustaba admirar la complejidad de lo aparentemente simple, maravillarse ante la grandeza del cielo, muchas veces ignorada por quienes se han habituado a su presencia.
Se levantó de la cama, aun débil y temblorosa. De inmediato se topó con una imagen que jamás había observado. Su extrañeza era tal, que le parecía tan bella como macabra. Frente a ella se encontraba una mujer delgada, pequeña, y pálida. Había en ella algo que le provocaba una inaudita sensación.
Oculta entre la oscuridad, apenas podía vislumbrar a aquella persona que estaba en su habitación. A juzgar por los detalles que alcanzaba a apreciar, la anatomía de la mujer correspondía a la de un ser humano un tanto frágil, delicado. Su estatura no era del todo baja; y sin embargo ahí, frente a ella, pareciera que podría romperse al más mínimo golpe. Como si fuera una muñeca de porcelana, o un objeto de cristal. Llevaba puesto un fresco camisón blanco, que le cubría hasta los tobillos.
Después de algunos minutos, decidió acercarse. Quería descubrir si era una alucinación provocada por la terrible enfermedad que la aquejaba. Si era real, debía averiguar su identidad, su propósito al entrar sin previo aviso, en medio de la noche. Siguió observándola hasta toparse con su rostro, notablemente afilado. El largo cabello parecía combinar con el escuálido cuerpo, como si toda ella adoptara una figura alargada. Éste cubría medianamente la cara, aunque la mayor parte de los rasgos eran visibles.
La extraña esbozaba una sonrisa tímida, pero sincera. Sus ojos, grandes y encendidos, transmitían una quietud indescriptible. Nunca olvidaría la mirada de esa mujer, atónita y serena, como quien se encuentra gratamente sorprendido.
Entonces recordó a su madre. Su perfume, dulce como las flores, hacía gala de la dulzura que sólo ella poseía. En realidad, su instinto maternal la obligaba a adoptar una actitud en la que se combinaban, en perfecta proporción, la ternura y la severidad. Desde que el médico los previno de los graves problemas respiratorios que su hija tenía, ambos padres se dieron a la tarea de evitar situaciones poco favorables para su salud.
Cuántas veces se lo había advertido su madre. Había que ponerse el suéter, resguardarse del frío, cuidarse del agua y del viento. Estaba cansada de atemorizarse, cansada de huir de la propia naturaleza. Y entonces pasó. Esa tarde estuvo observando el cielo. Le gustaban los días nublados, aunque nunca había disfrutado de ellos sin una ventana de por medio. Sintió deseos de salir.
En la calle sintió las primeras gotas del chubasco que se avecinaba. No le importó. Esa experiencia, completamente nueva, la llenaba de emoción. Quiso sentir la lluvia de cerca. Alegrarse ante la posibilidad de que las gotas de agua escurrieran por su piel, su cabello, su cuerpo entero. Fue entonces cuando se despojó del suéter que escasamente la cubría.
Tras un largo paseo, regresó a su casa. Subió las escaleras con una agitación indescriptible. Sin poder contener la alegría, dejó la ropa empapada en el baño. Cuando estuvo seca, se dirigió a la recámara de sus padres. Quería compartir la belleza de lo que había presenciado. El relato causó una profunda preocupación. Sin embargo, la notoria felicidad de su hija logró tranquilizarlos esa noche.
Como se esperaba, las consecuencias fueron desastrosas. Al día siguiente la dificultad para respirar le impidió levantarse. Acudieron a muchos médicos. Ella se sentía atrapada entre las cuatro paredes de la alcoba. Quería volver a salir. Ahora no podría hacerlo.
No estaba arrepentida. Acaso sentía pena por sus padres. Se veían nerviosos, asustados. Era perfectamente comprensible. Había quebrantado una regla implantada por su propio bien. Nadie le reprochó su falta. Finalmente fue una forma de cumplir su sueño; la obsesión por apreciar la naturaleza de cerca no hubiera germinado de no ser por su condición.
Observó a la mujer frente a ella. Esta vez le sostuvo la mirada. Ahora la figura era más clara. Era capaz de apreciar hasta el más ínfimo detalle que la componía. Podía ver las ojeras del pálido rostro, apreciar el cansancio y la confusión de quien la visitaba. Nunca antes se había detenido a verla. Una lágrima rodó por su mejilla. Sentía un enorme miedo, pero no podía contener la felicidad que aquella experiencia le provocaba.
Eran las seis de la mañana. Un rayo de luz iluminó la alcoba. Entonces pudo ver su cuerpo inerte entre las sábanas. Con los ojos cerrados, poseía la misma conmovedora sonrisa que la mujer del espejo.

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